El semanario satírico español El Jueves publicó la semana pasada en su carátula una viñeta de los Príncipes de Asturias desnudos y haciendo el amor a la vez que él comentaba con vulgaridad la posibilidad de que ella quedara embarazada y el niño o niña resultante les permitiera recibir la subvención de 2,500 euros con que el Presidente Rodríguez Zapatero se propone premiar a las parejas que procreen a fin de elevar la demografía (decreciente como en todos los países desarrollados) de España. El fiscal general de la nación encontró que esta portada incurría en injuria y denigración de la familia real, que es constitucionalmente intangible, pasó denuncia y un juez decretó el secuestro de la revista y decidió abrir una instrucción penal contra los autores de la caricatura. El escándalo consiguiente ha permitido interesantes intercambios sobre los alcances y límites de la libertad de expresión.
La inmensa mayoría de los españoles, según las encuestas, considera que la viñeta incriminada es zafia y de un mal gusto abominable –tiene toda la razón del mundo- pero sólo una minoría aprueba el secuestro y la presunta penalización de los autores. Para el resto, la medida es desproporcionada y lesiona la libertad de prensa y el derecho de crítica que, desde la transición a la democracia, todos los gobiernos españoles han respetado escrupulosamente.
Es sumamente interesante cotejar las razones que esgrimen unos y otros. El argumento más extendido, entre los opositores al secuestro, es que, con esta iniciativa, el fiscal general y el juez han conseguido exactamente lo contrario de lo que se proponían. Es decir, la chusca viñeta, que probablemente sólo habría llegado a los ojos distraídos de unos pocos millares de lectores de El Jueves –una revista de reducida difusión-, gracias a la prohibición ha sido morosa y viciosamente paladeada por millones de curiosos, pues, como era de esperar, apenas corrió noticia del secuestro, los ejemplares de la publicación amenazada volaron de los quioscos antes de que llegaran los agentes de la ley a confiscarla, decenas de revistas y periódicos en el mundo entero la reprodujeron y miles de internautas la colgaron de la red para satisfacer la morbosa hambruna de escándalo de la humanidad contemporánea, sobre todo en lo que concierne a la realeza y a los poderosos. Según la prensa, los ejemplares de aquel número de El Jueves en el mercado negro alcanzaron precios exorbitantes (hasta 2,500 euros). No es imposible que el desconocido caricaturista que perpetró el desaguisado inicie, gracias a éste, una carrera triunfal en el mundo del arte (por lo menos del arte gráfico).
A estas razones, quienes aprueban el secuestro y el juicio replican que si semejante criterio pragmático prevaleciera en todo orden de cosas el ordenamiento legal se desplomaría y el mundo estaría en manos de los vivos y de los pillos. La violación de la ley, dicen, debe ser debidamente sancionada sin tener en cuenta las eventuales y adventicias derivaciones que ello podría acarrear en otros ámbitos de la vida social. Lo importante es proteger la vida privada de las personas e impedir que ella sea violada y convertida en materia de tráficos escandalosos y obscenos.
Pero, si así son las cosas, replican aquellos, por qué la privacidad de todos los españoles, con la excepción de los miembros de la familia real, puede ser –y es de hecho- objeto de violaciones a veces tan repelentes como la de los príncipes en este caso, sin que ningún juez se alarme y mueva un dedo. ¿No ocurre acaso a diario que la intimidad de los políticos, empresarios, artistas y los personajes más encumbrados sea pasto de infidencias, chismografías, revelaciones, vejaciones, burlas y exageraciones sangrientas? ¿Es justo que en una sociedad abierta y democrática exista ese derecho a la excepcionalidad en materia de crítica y humor de una sola familia, por más real que sea? ¿Acaso en Inglaterra o en Suecia, Dinamarca, Holanda y Noruega las familias reales no son objeto de bromas tan feas y subidas de color como la que provoca este alboroto?
De este modo, la controversia ha ido alejándose de la caricatura en cuestión y acercándose a un tema diferente y espinoso: el estatuto –los privilegios y servidumbres- de la familia real en la sociedad española.
No es frecuente que ocurra algo así, por lo menos de una manera tan explícita, desde que la monarquía renació en España, luego de la muerte de Franco. Mi impresión es que, dentro de todas las instituciones españolas, la monarquía es la menos cuestionada, la que despierta más simpatía o, por lo menos, la que menos antipatía y decepción merece a grandes conjuntos de ciudadanos. Es cierto que, por lo menos en teoría, hay partidos políticos importantes que se declaran republicanos –el propio Partido socialista, que está en el poder, sin ir más lejos-, pero ninguno de ellos ha hecho de este principio una prioridad de su quehacer político, y todos parecen satisfechos, o al menos acostumbrados, al régimen monárquico actual, en el que no ven obstáculo alguno para el funcionamiento de la democracia. Por el contrario, todos, o casi todos, reconocen el papel principalísimo que el Rey tuvo en la transición de la dictadura franquista a un Estado de Derecho y en la sofocación del intento golpista del 23 de febrero de 1981 que amenazó con cancelarla, así como el hecho incontrovertible de que, en esa sociedad tironeada cada día más por fuerzas centrífugas –nacionalismos, soberanismos, autonomías, indigenismos, querellas lingüísticas- como es España, la monarquía aparece cada día más como una de las solitarias entidades que todavía se asienta sobre un vasto consenso nacional favorable.
Ha contribuido a crear esta imagen de la familia real lo discreta que es –a diferencia de lo que ocurre con la casa real británica, por ejemplo, donde los escándalos están siempre a la vuelta de la esquina-, la estricta manera con que cumple sus funciones protocolarias, y la manera abierta, campechana, amable y accesible que tienen los reyes, príncipes e infantas con los demás, es decir con nosotros, los plebeyos. Esta es la razón, para mí, mucho más que el temor de infringir el precepto constitucional que prohíbe insultar y denigrar a la familia real, lo que ha establecido ese pacto tácito entre todos los medios de comunicación de España para exonerarla hasta ahora de los manoseos, exhibicionismos y relajos informativos que alimenta la civilización del espectáculo y el público reclama de los medios de comunicación.
¿Es síntoma lo acontecido con la viñeta de El Jueves de que aquel consenso comienza también a resquebrajarse y que, a partir de ahora, la voracidad del periodismo amarillista va a encarnizarse también con la familia real? Confiemos en que no sea así, porque, a mi juicio al menos, la popularidad y solidez de la monarquía española, a diferencia de la británica, no reposa sobre una tradición ni una costumbre arraigadas en la psiquis colectiva, sino en la manera como el Rey Juan Carlos, desde que accedió al trono, se identificó con la democratización, modernización y apertura del país al mundo, a la vez que se empeñaba en preservar, dentro de su obligatoria neutralidad en el quehacer político, la estabilidad institucional y la unidad de España. Es obvio, a juzgar por su desempeño público, que el Príncipe Felipe ha sido educado para, y está totalmente entregado a, mantener semejante línea de conducta. La legitimidad de que la monarquía goza ha sido conquistada, más que por la historia, por la manera como la familia real se ha conducido desde que don Juan Carlos asumió la corona.
Son estas credenciales las que han rodeado a la familia real de respeto y consideración y lo que la ha librado hasta el momento de ser objeto de ese entretenimiento y juego perverso del periodismo amarillo que, pretendiendo sólo divertir, corroe y minimiza todo lo que toca, convirtiendo a las personas en “casos”, exhibiendo ante el público, como en un circo, esas debilidades y vergüenzas de que nadie está exento, rebajándolos al nivel de lo ridículo, mezquino y desdeñable.
Si el fiscal y el juez que ordenaron el secuestro de El Jueves querían proteger a los príncipes de Asturias de ser denigrados, se han equivocado garrafalmente. Lo que han logrado, más bien, es que desde hace una semana estén asociados, en las portadas de medio mundo, a una viñeta estúpida y vulgar, y que, sin haber tenido la menor intervención en lo que sucede, haya quienes los vinculan ahora a un secuestro periodístico que, diga lo que diga la ley, es preocupante pues sienta un peligroso precedente de limitación de la libertad de expresión.
La libertad de expresión no tiene sólo una hermosa faz, aquella que significa poder decir la verdad e informar de lo que sucede, la de criticar a los poderes, denunciar los abusos y mostrar, a través de las controversias y debates, los distintos puntos de vista que anidan en una sociedad sobre la política, la cultura, la moral y mil cosas más. Tiene también una cara sucia, llena de forúnculos y pestilencias: la de convertir a las personas en espectáculos para así divertir a las gentes, y nada divierte tanto como ver caer en picada el prestigio de quienes parecían intachables, valiosos, ejemplares. La extraordinaria libertad de que gozan las sociedades abiertas, como España, les ha traído inconmensurables beneficios y por eso hay que defenderla con uñas y dientes. Pero, a sabiendas de que hay que pagar por ello, también, un precio elevado, por ejemplo, que desaparezcan la respetabilidad, la privacidad y las buenas formas en el mundo de la información.
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Mario Vargas Llosa, en un artículo de opinión titulado INTIMIDAD DE LOS PRÍNCIPES publicado este domingo en El País.