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miércoles, abril 04, 2007

ELOGIO DEL HÉROE

"El filósofo Fernando Savater, espiado por el supuesto jefe del comando Donosti": la lectura de esta noticia me ha sobrecogido -una vez más-, y me ha evocado la estirpe y la dignidad volteriana de nuestro filósofo donostiarra y su coraje civil, que todos podemos y debemos reconocer más allá de nuestros acuerdos o desacuerdos.

El sacrificio heroico es la esencia de la civilización, decía Miller hace poco con toda la razón. Cuando la libertad y convivencia de una sociedad es desafiada, sólo los mejores son capaces de hacer frente al desafío y sacrificarlo todo por los demás, su reputación, su propia libertad y hasta su seguridad personal. La cita de arriba procede de este excelente artículo de Javier Otaola en El País, que describe además, partiendo de Voltaire, la mente del fanático con esta precisión:

El ejemplo y las palabras de Voltaire (...) resuenan cargadas de razón a través de los siglos para advertirnos contra lo que él llamaba la "peste de las almas"; esa enfermedad moral en virtud de la cual quien la contrae pierde la noción de la realidad y no sólo eso sino que se siente tocado por la gracia del Destino -está tocado- y en virtud de esa gracia queda persuadido de que sus acciones quedan por encima de las leyes humanas, las leyes que se aprueban en los Parlamentos nada valen para el fanático, para él las "verdaderas leyes" son las "voces" que le hablan desde la sombra, la fatwa que se acuerda por comandantes sin rostro, la consigna que se impone por jerarquías encapuchadas. Así resulta que el fanático no comete asesinatos sino que realiza "intervenciones", no deja huérfanos y viudas: provoca efectos "contextuales", no extorsiona, no roba, no intimida, sino que recauda, no da palizas, no bravuconea, no amenaza, ni injuria: lucha. Su conducta no es criminal sino "combativa". No quema ni incendia bienes públicos: se enfrenta al Capital. No pretende imponer su voluntad minoritaria, pero terca, a sus conciudadanos, son sus conciudadanos los que por su propia ceguera no quieren escuchar al Pueblo que habla por su boca, a través de una minoría iluminada. (...) Si los jueces condenan a los fanáticos entonces resulta que "reprimen", si las víctimas se rebelan, es que son "verdugos". El fanático puede propinar una paliza a alguien y luego es él el que se pone la venda: el matón es la víctima.

Atención especial también de Otaola para los 'bribones' que en la sombra manejan y se sirven de los fanáticos:

Siendo todo este cuadro gravísimo, lo es más aún por otra circunstancia de la que nos advertía también el maestro de Cirey: "De ordinario son los bribones quienes manejan a los fanáticos y quienes ponen el puñal entre sus manos...". Parece lógico que siendo el fanatismo algo así como la encefalitis letárgica en lo que se refiere a los estragos que hace en las facultades de raciocinio de quienes lo padecen, no tengan éstos gran capacidad para manejarse, de modo que es fácil que los fanáticos sean "carne de cañón", manejados por otros, que no siendo fanáticos, se sirven de ellos, y no merecen sino el nombre de bribones.

¿Que no está tan claro quién tiene la razón en este conflicto, me dices asaltado por ese relativismo moral que nos hace dudar hoy día hasta de la verdad más evidente? Comprueba entonces a quién aclaman los unos como héroe, un asesino en serie de 25 personas, y a quién aclaman los otros como héroe, un filosófo y profesor cuyas únicas armas son las palabras y las ideas, aunque no siempre estés de acuerdo con ellas. ¿Qué cuál es hoy día la tarea del héroe, me preguntas? ¿Que a estas alturas ya no necesitamos héroes, afirmas? Recapacita, buen amigo. Y admira el valor y el coraje de los Fernando Savater que en este mundo son, porque representan lo mejor de la civilización humana. Su esencia.

Javier Otaola, de nuevo:

¿Qué luces nos envía Voltaire desde su cielo humanista?: extender el espíritu filosófico, es decir, lo que los fanáticos llaman la "funesta manía de pensar", acostumbrar a los hombres y mujeres a la conversación, y al debate al argumento y a la réplica, atenerse a razones y no a violencias, recomendar el viaje como forma de aumentar la tolerancia, aportar ejemplos de civilización y de humanidad de la antigüedad y de otros países, elogiar los placeres de la vida, ¡tan corta!, confiando en que la inteligencia y el placer dulcifiquen las costumbres de los seres humanos, y disuadan a los fanáticos. Más aún: no acobardarse, reivindicar el sentido heroico de la Democracia como hacen filósofos y ciudadanos como Fernando Savater usando de la razón y la palabra.

lunes, enero 02, 2006

LA TAREA DEL HÉROE

Héroe es quien logra ejemplificar con su acción la virtud como fuerza y excelencia. En esta definición la mayoría de los términos no pueden ser conceptualizados rigurosamente, sólo pueden ser descritos de modo narrativo, por medio de cuentos o mitos alusivos; guardarán hasta el final su esencial ambigüedad, y es preciso que así ocurra, si no queremos pecar a la vez contra la honradez científica y poética. En el terreno de la ética, todo lo que no es ambiguo -todo aquello cuya lectura pretende ser inequívoca- es dogma eclesiástico o código penal;


el procedimiento narrativo, por su parte, también tiene truco, pero lo confiesa de antemano y está dispuesto a desmentirse en su camino cuanto haga falta para que el truco nunca se olvide del todo... y por otra parte siga funcionando.

¿Cuál es la ilusión que la ética narrativa pretende resguardar o propagar? La confianza en que la acción humana está abierta a lo posible tanto como condicionada por lo necesario (...); la creencia mítica en que la sensiblidad (o sensualidad) y la racionalidad humanas bastan para fundar, mantener y transformar los valores y normas que regulan la vida de los hombres; la obstinación en defender lo que exalta jubilosamente al hombre y le hace sentirse más firme y más libre.

(...) En el héroe se ejemplifica que, realmente, la virtud es fuerza y excelencia, es decir, el héroe prueba que la virtud es la acción triunfalmente más eficaz. (...) A la virtud -que etimológicamente viene de vir, fuerza o valor- se le reconoce una eficacia excelente, pero tal reconocimiento teórico y edificante está constantemente desmentido por la acumulación de fracasos concretos de la conducta virtuosa que cualquier puede constatar en la vida cotidiana. (...) Y es que la virtud, como lo más propiamente humano, debe triunfar o ser rechazada; el hombre quiere vencer, porque lo que no vence está ya como muerto y "nada peor que estar muerto antes de morir", según advirtió Séneca. (...)

Hay otra posibilidad, sin embargo, de ver a la virtud como vencedora contra la inercia viciosa del mundo: la proeza del héroe. Allí la virtud no sólo no fracasa, sino que cobra su sentido, es decir, manifiesta por qué es considerada como virtud: el héroe no sólo hace lo que está bien, sino que también ejemplifica por qué está bien hacerlo. La mayoría de hombres acatan las virtudes como algo ajeno, impuesto, en buena medida convencional y, por tanto, discutible: pero en el héroe la virtud surge de su propia naturaleza, como una exigencia de su plenitud y no como una imposición exterior. El héroe representa una reinvención personalizada de la norma.

(...) El héroe es quien quiere y puede. Dejemos por un momento aparte toda nuestra poética moderna del fracaso, la melancólica glorificación de la derrota como dignidad ante lo ineluctablemente adverso (para Hermann Melville, por ejemplo, "sólo cuando un hombre ha sido vencido puede descubrirse su verdadera grandeza"); ser derrotado -querer y no poder, poder pero no lograr querer- es lo fácil; lo difícil es triunfar, querer y poder. En la actividad victoriosa, lograda, reconocemos nuestra independencia relativa de lo necesario y nuestro parentesco con los dioses, con lo que forma el sentido del mundo. Los ejemplos heroicos inspiran nuestra acción y la posibilitan: cuando actuamos, siempre adoptamos en cierto modo el punto de vista del héroe y nada lograríamos hacer si no fuera así. Por ridículo que sea exteriorizarlo enfáticamente, todo hombre sano y cuerdo, activo, vive alentado por la saga de sus hazañas y es noble y acosado paladín ante su fuero interno. No es incompatible este saludable delirio con la lúcida visión de nuestra condición menesterosa, sino que es en parte corregido por ella, pero en parte sirve para corregirla. Alguien tan antiheroico como Pascal, hablando de una religión tan (aparentemente) antiheroica como el cristianismo, tuvo que admitir: "el cristianismo es extraño; ordena al hombre reconocer que es vil e incluso abominable, y le ordena querer ser semejante a Dios. Sin tal contrapeso esta elevación le volvería horriblemente vano, o este rebajamiento le volvería horriblemente abyecto.

EL REINO DE LA AVENTURA

El mundo del héroe es la aventura; en ella hay que buscarle y allí alcanza la plenitud de su perfil. Por supuesto, todo puede ser aventura, pues ésta resulta en buena medida de una disposición subjetiva favorable; Chesterton cuenta en su biografía cómo recorría Londres envuelto en su capa y empuñando su bastón-estoque, con una ferviente vivencia aventurera aunque externamente nada fuera de lo normal le ocurriese, y Julio Cortázar narra en una de sus historias de cronopios la portentosa odisea del valiente que abandona una tarde su butaca, desciende la escarpada escalera, desafía el tráfico de la calle, viaja hasta la esquina, compra el periódico y, navegando contra viento y maream retorna triunfalmente al sillón su de Itaca. Del mismo modo, las peripecias objetivamente más arriesgadas pueden ser vividas de modo rutinario y hasta con fastidio: no es imposible el bostezo del cazador profesiona ante el león... (...) Tres rasgos principales pueden señalarse como señales que acompañan y anuncian la aventura:

a) La aventura es un tiempo lleno, frente al tiempo vacío e intercambiable de la rutina. Como dictaminó John Donne, "nadie duerme en el carro que le lleva al patíbulo"; del mismo modo, nadie vive las horas del riesgo o del amor con el laxo desinterés con que transcurre la medida isócrona de la oficina. (...)

b) En la aventura, las garantías de la normalidad quedan suspendidas o abolidas. Vivimos sustentados por certezas que no nos requieren, pero que nosotros sí requerimos y resguardados por frágiles mecanismos que defienden nuestra tranquilidad. (...) Con vivir un papel o grupo de papeles socialmente nítidos y garantizados, podemos afrontar todas las perplejidades de nuestra conservación. Pero en la aventura nadie puede decidir de anteamno cuál es el comportamiento correcto que requiere la ocasión (...)
Los objetivos de la aventura no suelen ser discretamente graduales ni las recompensas que en ella se proponen son de naturaleza habitual o lícita: todo en ella tiene el sello de la intensidad, del esfuerzo, de la sorpresa, de la pasión, del tesoro...

c) En la aventura, siempre está presente la muerte. Por supuesto, pudiera decirse que tal asistencia nunca falta a ningún evento humano, pero en el caso de la aventura la presencia de la muerte no es ocasional, sino esencial: la muerte es lo desafiado, aquello cuyo testimonio de autenticidad aventurera se requiere. Es precisamente este protagonismo de la muerte lo que diferencia a la aventura del juego, o bien lo que convierte ciertos juegos en aventuras. La medicina de la inmortalidad crece precisamente allí donde todo puede matar; y el aura ultravital del héroe aventurero (tal es el caso del guerrero, del alpinista o del torero) es la de quien se ha frotado frecuentemente con la vida y ha obtenido de ella vacuna y no contagio. En verdad, el aventurero no se juega la vida, pues es ésta precisamente lo que pretende ganar de modo reafirmado y merecido: se juega la muerte, el lote inevitable de la cotidianidad anestesiada, la permanente coartada de lo que impone su mediocridad sin peligro y abomina del arriesgado esplendor.
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Fernando Savater, LA TAREA DEL HÉROE, págs. 111-115, Taurus, 1983. Los subrayados en negrita son míos.
Imágenes: viñetas y portada de EL REGRESO DEL SEÑOR DE LA NOCHE, Frank Miller, Klaus Janson y Lynn Varley, 1986 (Zinco; Norma).