Tipo listo, Eastwood decidió un día hacer lo mismo pero dejando allí un cordelillo para tranquilidad y para que se pudieran columpiar los «vigilantes». Mano de Santo. Revistió su cine duro, desabrido, inflexible, profundo y desacomplejado con una manita, suave pero firme, de correción sociocultural: dejó bien a la vista un resorte fácil de manipular y que dejaba libre la esencia contra el mal olor o el antídoto contra su «veneno», es el caso de la eutanasia en
Million Dollar Baby, el de la violencia de género en
Sin perdón, el de los abusos a la infancia en
Mistic River o el del jazz en
Bird, por poner sólo unos cuantos evidentes. Estos y otros temas desarmaban a la mal armada progresía de salón, tan abundante y precariamente vestida de ideas, y que se relajaba al ver tratados, aunque fuera de modo «clásico», sus grandes obsesiones.
Eastwood pasó de un año a otro, de una película a otra, de ser un apestado a ser un genio. Y observemos un instante quién ha cambiado más, si los analistas y arrimados que lo juzgan ideológicamente bien o mal, según les dé el aire en el dedo previamente chupado, o ese detective Harry Callahan que con el tiempo se convierte en el William Munny de
Sin perdón. Ambos entran de una patada en la puerta, usan armas y frases afiladas («¿De quién es esta pocilga?», dice Munny en la última y brutal escena de
Sin perdón), ambos ponen por orden alfabético la justicia antes que la ley, o lo que ellos consideran que es la justicia. Qué poco ha variado el modo de ver el mundo de Eastwood, lo cual no le ha impedido, como en su día a John Ford, cabalgar sobre la mirada corta y los análisis de orina de los «ideólogos» de siempre. Sólo hay otro gran cineasta que los triture sin miramiento y sin descabalgarse de su estilo, Mel Gibson, con el cual se emplean los mismos dardos y considerandos vergonzosos.
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E. Rodríguez Marchante, hoy en el ABCD LAS ARTES Y LAS LETRAS.